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No es verdad, como aseguran algunos analistas, que el Gobierno carezca de relato. Muy al contrario, el ejecutivo que encabeza Mariano Rajoy transmite con consistencia una historia poderosa en su sencillez: “Todos los esfuerzos realizados, incluido su coste en términos de desgaste político, estaban destinados a conseguir lo que ya está ocurriendo: sacar al país de la crisis“. Este mensaje tiene, además, una derivada para la estrategia electoral: “Voten a aquellos que realmente pueden empujar a la economía del país por la senda de la recuperación ya iniciada“.

¿Entonces por qué no cala este relato en las expectativas electorales del Partido Popular? Y en el lado de la oposición, ¿por qué tampoco prende la alternativa del PSOE?

Son cuatro las razones que, a mi juicio, explican el declive de los partidos que han protagonizado la escena política desde la Transición. Una explicación que, con sus matices, podría aplicarse también a Unión Progreso y Democracia (UPyD), cuyo secretario general, Andrés Herzog Sánchez, declaraba que “el partido trabaja con absoluta normalidad” en el mismo momento en que sufría una sangría de dimisiones, abandonos y cuestionamientos.

La primera de estas razones es que poco importa el relato cuando el meta-relato hace que el primero carezca de credibilidad, aún cuando los hechos estén avalando una parte sustancial de la historia-mensaje. El votante no se identifica con una narrativa que parte de la Transición, que una mayoría ya no experimentó por razones generacionales, en la que los personajes tienen un atractivo más que escaso, que está plagada de incumplimientos y en la que no encuentra un final feliz para sí mismo.

Rafael Echeverría, referencia para la ontología del lenguaje, sostiene: “A menos que reconozcamos que nuestro diferente escuchar proviene de nuestros distintos discursos históricos y que logremos establecer puentes de comunicación, terminaremos culpándonos mutuamente de algo que, en rigor, nos antecede en cuanto a individuos y frente a lo cual tenemos escasa responsabilidad“·

Esto mismo ocurre con la crisis económica. Aunque el Gobierno y el Partido Popular no pueden culpar a los ciudadanos del declive (a menudo lo hacen al hablar de la exuberancia financiera del consumidor), éstos si pueden responsabilizar a los líderes políticos, sin distinción de militancia, de estar en el origen de sus males o de no ser capaces de solucionar las consecuencias. Es un diálogo de sordos caracterizado por la ausencia de escucha.

A la natural desconfianza se une un lenguaje repetitivo, cansino, lleno de frases hechas e incoherente en muchas ocasiones. Cuando les oímos entonar con aparente determinación acerca de sus ideales realmente les estamos escuchando a través de sus propias mentiras. De hecho, el lenguaje corporal les delata: ni ellos mismos se creen lo que están diciendo o, cuando menos, simplemente entienden que sus declaraciones forman parte del personaje que les toca representar. En estas circunstancias es normal que los ciudadanos busquen otras voces.

La segunda razón es precisamente que los personajes que desarrollan la trama política en el seno de los partidos que creían en el bipartidismo, incluida una Izquierda Unida que encontraba su principal misión en romper con esta hegemonía binaria, carecen de atractivo. Ni son vistos como héroes ni como personas en las que podamos sentirnos reflejados. Los votantes no están buscando superhéroes, sino personas como ellas mismas que en su normalidad sean capaces de hacer cosas extraordinarias al servicio de los demás. Así lo delata la última edición del Barómetro de la Confianza, que la agencia de comunicación Edelman presenta cada año en el World Economic Forum (WEF) de Davos.

La tercera razón es una pésima gestión de las emociones. La propia argumentación del Partido Popular acerca de la necesidad de disponer de un gobierno estable para impulsar la recuperación está basada en el miedo, frente a la positiva opción de la esperanza. El Partido Socialista Obrero Español, por su parte, está instalado en la ira, sin darse cuenta de que otros, Podemos sin ir más lejos, reciben mucha más legitimidad para canalizar la protesta individual y colectiva. Bien es cierto que la determinación es una ira de baja intensidad, pero no ésta la que se percibe en la acción de la oposición, sino mucho más el ánimo de revancha.

Ciudadanos es la formación política que mejor está utilizando las emociones. Frente a la alternativa iracunda que encarna el partido de Pablo Iglesias, Ciudadanos transmite sosiego en su discurso político y empoderamiento de los votantes, no sólo de aquellos que apuestan por el castigo y la revisión radical de las estructuras institucionales del poder. “Nuestro proyecto para España lo mueve la esperanza, aparcando el enfado y la venganza. Nosotros elegimos soñar y trabajar, porque sabemos que la ilusión es más poderosa que el miedo”, dice Albert  Rivera en un artículo publicado en El País.

El partido naranja (un color vibrante que transmite energía, calor y, sobre todo, cambio natural de ‘estación’) no tiene un meta-relato que le penalice, los personajes que se muestran no generan rechazo, juega con emociones positivas y dice cosas que el común de los ciudadanos puede asumir sin tener que tragar saliva. Un estado de gracia que tendrá una dura prueba de fuego cuando tenga que llegar a pactos o asumir tareas de gobierno.

La cuarta razón que amenaza a las partidos convencionales es que lo son también en su comunicación. Su acción se basa esencialmente en declaraciones a través de los medios de comunicación, cuyo contenido suele ser una respuesta a las afirmaciones de otro. Niegan más que afirman. Las redes sociales apenas son un complemento de ese periodismo declarativo ejercido por las fuentes en el que los partidos cabalgan a lomos de la actualidad sin más proyecto aparente que conservar o alcanzar el poder. Se perciben claramente los porqués, algunos de los cuales se intuyen inconfesables, pero no los para qué. Recientemente han redescubierto las tertulias televisivas como plataforma de predicamento, a raíz del éxito alcanzado por Pablo Iglesias desde su púlpito catódico, escenarios en los que todo el mundo habla y nadie escucha.

Al apostar por los medios de comunicación como mensajeros de su relato hacia una audiencia descreída renuncian a interactuar con el poder que cada ciudadano tiene y que, gracias a la tecnología, está dispuesto a ejercer. Anteponen el poder colectivo de la imagen frente a la seducción de la conversación personal. Se sienten más cómodos con intermediarios que ante los destinatarios finales de su mensaje. Siguen instalados en la primera persona del singular, mientras “ellos”, los ciudadanos, no sienten que los políticos sean “nosotros”.

Las próximas elecciones brindarán a los partidos convencionales la oportunidad de optar por el duelo o la catarsis. De cómo lean los pésimos resultados que les auguran las encuestas y actúen dependerá de que estén escribiendo el principio del fin de su historia o el fin de un nuevo principio. Este relato no da más de sí.

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