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Periodismo sin comunicación

“¡Disuélvame eso inmediatamente!”, fue la primera frase que le escuché al Director de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile. No se refería a un plano cinematográfico, ni a una manifestación callejera, sino a un consejo de curso.

El año 79, éramos la segunda generación que ingresaba a Periodismo, luego del cierre de la escuela en 1973. Sólo tres profesores habían sobrevivido a la razia de la dictadura, algunos desaparecidos, otros exiliados, casi todos exonerados. En esos años en Chile no se habló de comunicación en ninguna institución académica, era una disciplina prohibida, como la sociología, la antropología o la sicología.

A nosotros nos pareció natural formar una comunidad de curso, organizarnos en torno a temas académicos y de estudio. Que nadie imagine que había discusiones políticas en esas reuniones. En ese tiempo palabras como libertad, democracia o justicia, eran consignas que se escribían en muros y panfletos, pero no se decían en público. El nuestro era el primer consejo de curso desde hacía casi seis años. Cuando estábamos reunidos, se asomó el director, “El perro Latorre”, por una pequeña ventanita en la puerta y me llamó con los dedos. Salí y me lanzó su “¡Disuélvame eso inmediatamente!”.

El terror para la constitución

Eran años oscuros y llenos de un miedo que hoy es difícil imaginar. Había sapos en las salas, funcionarios del ejército encargados de delatar a los “inquietos” e informar sobre lo que se conversaba. En Chile había toque de queda: todos los ciudadanos debían permanecer encerrados en sus casas durante las noches, se vaciaban las calles para que circularan solo los militares. En el país no había ningún medio de comunicación de oposición. Los partidos eran clandestinos e ilegales, igual que los sindicatos y los movimientos estudiantiles o ciudadanos. En los canales de televisión, las radios y los periódicos no aparecía, no existía, ningún “político” que pensara distinto a la dictadura. No se expresaba medialmente ninguna opinión disidente.

En ese clima surgió se gestó y aprobó la Constitución del 80 que nos rige hasta hoy.

Me da vergüenza ajena pensar en ese grupúsculo, que amparado en la fuerza de la bota y el miedo, decidió que podía imponer su modelo constitucional para regular las grandes conversaciones de la sociedad de hoy. Esas grandes conversaciones que determinan todas las pequeñas conversaciones que nos afectan: la educación, la isapre, el trabajo, la previsión, la salud, la televisión, el transporte, la justicia y las leyes, la representación política.

Para fundar esa Constitución no se escuchó a nadie que pensaran diferente o tuviera otro punto de vista en la cultura, la academia, la política, las etnias, el género, la religión, las regiones. Es una gestación profundamente elitista, excluyente y sombría, repugnantemente autoritaria y censora, amparada en el terror y el dolor. La criatura que surge de ese parto difícilmente puede ser respetuosa, democrática e integradora.

Imaginar un tiempo de todos

Han pasado muchos años. Las evaluaciones sobre los efectos de esa constitución son variadas. Hay quienes la defienden como una obra perfecta. Están los que la defienden porque se han beneficiado de ella “en la medida de lo posible”. Están los que la quieren cambiar porque quieren defender el modelo. Están los que ven en ella la causa de todos los males.

No me interesa tanto evaluar el pasado, pero me niego seguir viviendo en un país cuya conversación vertebral surgió del terror y la imposición. Quiero vivir en un país cuya Constitución sea producto de un diálogo democrático, donde se escuchen e incluyan las diferentes visiones que quieren ser parte de la nación, donde prime el respeto de todas las posiciones, donde la libertad de expresión sea un factor fundamental del debate y el acuerdo, donde el futuro que se abra incluya a todos y todas, donde la diversidad sea considerada una fortaleza y donde las personas y comunidades sean el centro de nuestro desarrollo.

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