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Desde que la leí no logro apartarla de mi mente. Una sola frase, una sentencia de vida, una chispa que enciende una y otra vez mi red neuronal. Apenas cuatro palabras que activan la búsqueda del nirvana de los sentimientos.

Se pronuncia despacio, saboreando los sustantivos: “Chocolate para el alma”.

Una combinación perfecta entre un nutriente que nos ayuda a sobrevivir y la búsqueda de la trascendencia que nos invita a vivir intensamente cada instante.

Científicamente, el chocolate estimula la segregación de endorfinas, los transmisores de la felicidad. Tal es la fuerza del cacao que algunas investigaciones han llegado a probar que una onza de chocolate provoca una mayor excitación cerebral que un beso en la boca.

Entre las más de 600 sustancias químicas que contiene destaca la feniletilamina, de la familia de las anfetaminas, por su poder euforizante. La feniletilamina actúa en el cerebro desencadenando un estado de bienestar emocional. No son pocas las personas que acuden al chocolate para combatir la tristeza o la preocupación.

El chocolate  es rico, además, en alcaloides, como la cafeína y la teobromina. A ello se suma su poder calórico y antioxidante. Las semillas de cacao aportan más de 30 componentes con propiedades antioxidantes, entre las que se encuentran flavonoides y ácidos.

Por si fuera poco, aplicado externamente mediante masaje tiene propiedades terapéuticas, ya que facilita el drenaje de las distintas capas de la piel, lo cual resulta recomendable para tratamientos contra la celulitis, la sequedad y las manchas en la epidermis. Las mascarillas de chocolate, por ejemplo, aumentan la hidratación y, en consecuencia, retrasan la aparición de arrugas. Del mismo modo, también está indicado para personas que sufren artritis o artrosis en sus articulaciones.

Finalmente, está probado que la ingesta moderada contribuye a mejorar la salud cardiovascular, de tal suerte que previene enfermedades de corazón y el desarrollo del cáncer.

Como en casi todas las cosas de la vida, el exceso tiene contraindicaciones. En el caso del chocolate, su gran cantidad de componentes químicos y de grasas no facilita su digestión. Ello obliga al hígado a trabajar más que con otros alimentos. El azúcar que se le añade al cacao para que pierda su amargura y acidez le confiere un alto poder calórico y, en consecuencia, puede producir obesidad. Y, desde luego, no es recomendable para personas con diabetes.

En cualquier caso, los beneficios de un consumo moderado son muy superiores a los de sus riesgos. Una semilla que convenientemente tratada y combinada con azúcar y leche alimenta, retrasa el envejecimiento, reduce el riesgo de infarto, mejora el aspecto físico y, por encima de todo, provoca euforia (aunque pasajero, uno de los estadios más intensos de la felicidad) es lo más parecido a la piedra filosofal que haya existido jamás.

Y, si así es, ¿por qué nos hemos dedicado a devorarlo sin tino ni gusto?

La burbuja que acaba de estallarnos no tiene origen financiero, sino que brotó del desequilibrio entre el cuerpo y el alma. Durante años nos hemos empecinado en atiborrar de chocolate al primero sin ocuparnos del segundo. El azúcar y la leche han ido ganando cuota al cacao, de tal forma que las propiedades positivas del chocolate han perdido espacio en beneficio de las dañinas cuando se consumen en exceso.

En los años de la exuberancia –racional o irracional, poco importa ya-  hemos permitido que la euforia del instante se imponga sobre la dilatación del tiempo, ese mecanismo sensorial cuya misión es que cada segundo merezca la pena.

La crisis, no repentina, pero sí traumática, es como la prescripción facultativa que provoca un hígado muy trabajado: “Señor, debe usted de limitar el consumo de chocolate. No supere una onza al día”. Y he aquí que el paciente debe poner de su parte para interpretar adecuadamente el mandato del médico: ese trocito no debe ser alimento para el cuerpo, sino para el alma. Un espíritu saturado de azúcares porque durante muchos años nos han vendido chocolate con un bajo porcentaje de cacao.

Ahora mismo voy a la despensa a por una onza de chocolate negro para blanquear mi alma.

 

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