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“El demonio se agita a mi lado sin cesar;
Flota a mi alrededor cual aire impalpable;
Lo respiro, siento como quema mi pulmón
Y lo llena de un deseo eterno y culpable”
Charles Baudelaire

En 1857 el poemario “Las Flores del Mal” lanzó a la fama al poeta francés Charles Baudelaire y las verdades absolutas cayeron bajo el espíritu de la modernidad. Los poetas “malditos” hicieron danzar juntos a Ángeles y demonios, presagiando el devenir de lo puro y lo turbio en la futura postmodernidad. París se alzó como el centro del individuo creador en desmedro del campo y la agricultura, actividades que se fueron tornando desdeñables y anticuadas. Pese a las censuras, Baudelaire logró insertar el neologismo “spleen” o “esplín” para graficar el hastío, el tedio, el desencanto de un nuevo orden sin sorpresas, donde ni las peores guerras ni los más extravagantes placeres conmovían al nuevo ciudadano culto y racional.

En 1928 el escritor chileno Jenaro Prieto publicó la novela “El Socio”. Aunque el tema gira en torno a un oscuro oficinista, cuyas ideas de negocios solo son escuchadas si apela a un imaginario socio inglés, en las primeras páginas hay una clave sobre el ciudadano y el progreso. Se trata de la súbita muerte de un caballo en plena calle. El caído animal, incapaz de seguir arrastrando un pesado carruaje, refleja el paso del cansino siglo XIX al vertiginoso XX. Es el advenimiento de las fábricas, el humo, los trabajadores sin leyes laborales, los empleados sin apellido ni contactos y la magia colectiva del cinematógrafo como tecnología de la entretención. El caballo dejará atrás el paisaje urbano y rural para ser sustituido por la máquina, entidad valorada como superior a la naturaleza. Y no solo eso, el personaje de la novela al ver al animal yaciente,  reflexionará sobre las falsas ilusiones que las ciudades prometen a sus habitantes. Como buenos hijos del “spleen”, los transeúntes se agruparán frente al espectáculo de la muerte con el mismo interés con el que siguen los crímenes de la floreciente prensa sensacionalista. Poco a poco, se irá instalando la costumbre del breve asombro ante la tragedia, la ira contenida….y el largo olvido, exigidos por las innumerables actividades cotidianas. Sin duda, las sociedades han progresado y con ellas, la información y la recreación, confluidas en una hemorragia incesante a través de los medios de prensa y de las redes de internet. No solo virtudes ha traído la globalización, sino que también los vicios anunciados por Baudelaire: el hastío, el embrutecimiento y el odio.

“Nada hacía presagiar…”

Tal cual Carlos Pinto iniciaba sus capítulos de la serie televisiva  “Mea Culpa”, nada hacía presagiar nubarrones cuando fui invitada a participar a un grupo de conversación y amistad en las redes sociales. La bienvenida fue espectacular. Era el mes de las fiestas patrias, por lo que se armó un carnaval virtual. Improvisamos payas, compartimos fotos, cuecas, tonadas, alguien puso una mesa imaginaria, llegaron empanadas imaginarias, cazuelas, vinos imaginarios y cada uno hizo memoria de inolvidables festejos de su pasado. Aunque nada era palpable, fue una de las mejores fiestas de mi vida. Charles Baudelaire y Jenaro Prieto se habrían infartado al constatar que la futura vida social de los ciudadanos postmodernistas iba a transcurrir en soledad y silencio frente a las pantallas o tablets. Después de algunos meses de gratos debates y de reuniones “cara a cara” organizadas en la casa del dueño de la página, se incorporaron nuevos elementos al grupo.

Poco a poco, entre broma y broma, se fue instalando la ofensa y el odio. Primero, se dio curso a denuncias de todo tipo. Después, se abrió el desafío sobre quién subía más horrores mundiales. Luego, algunos se invistieron con el aura de iluminados y fijaron sus dedos acusadores en los culpables. ¿De qué? ¡No importa! Culpables de todo y por todo. Personas que parecían educadas y tranquilas iniciaron la guerra entre religiones, ateos  versus religiosos, masones y judíos, conservadores y liberales, ecologistas y neoliberales, los de la guerra fría contra los globalizados. Los pacifistas y buscadores del respeto fuimos tratados con sorna. A esas alturas, algunos decidieron abandonar la nave; otros fueron expulsados y reintegrados, según la defensa de sus seguidores. Como reguero de pólvora, la adrenalina del odio incitó a buscar chivos expiatorios entre los propios miembros de la tertulia. Durante algunos días, la página semejó la escena de una plaza medieval, donde cada participante salía premunido de su “artillería” de palabras, fotos y videos destinados a aplastar al enemigo. Las verdades se hicieron absolutas y hasta los moderadores cayeron en el juego. ¡En fin! En medio de los ánimos exacerbados, el  dueño de la página sufrió un golpe de estado virtual organizado por los iluminados, quienes a su vez recibieron un contragolpe y el autor recuperó su poder. Pronto, los  iluminados fueron otra vez incorporados. La página lucía aburrida sin ellos.

¿Qué había sucedido? Una amiga psicóloga aventuró que todos habíamos sido presa de una adictiva espiral de violencia, estimulada por el anonimato e impunidad de las redes sociales. El odio es una pasión que genera adrenalina, cortisol y prolactina, por lo que incentiva el deseo de atacar o huir. Dato que resultó razonable para comprender  la escasa buena acogida que tuvimos los pacifistas. Los sentimientos amorosos son relajantes, generan hormonas como la oxitocina, dopamina y endorfina, que propician la ternura y la empatía. De esta forma, un grupo capturado por el odio necesita de mucha voluntad para bajar el nivel de excitación y volver a una armonía emocional.

Ídolo de la rabia
Ídolo de la rabia

La banalidad del mal

Existen incontables casos similares. Internet favorece a quienes ocultan sus prejuicios y frustraciones en la vida real. La virtualidad permite que el alter ego aflore y se liberen las pasiones sumergidas por las normas sociales y la ley. De esta forma, no es raro encontrar videos y blogs con todo tipo de pornografía, campañas raciales, llamados a dictaduras o teocracias, conminación a la venganza, revanchas personales y el simple placer de arruinar las páginas y cuentas ajenas. Por supuesto, corre la ambición del dinero ganado por los videos más vistos o por el anhelo de fama. Muchos de estos peleadores cibernéticos son excelentes padres o madres y los vecinos no se quejan de ellos.

Una evolución del concepto sobre la “banalidad del mal”, acuñado por Hannah Arendt a mediados de los ‘60. Basada en el juicio contra el nazi Adolf Eichmann en Jerusalen, la autora reportó con estupor que Eichmann era un militar carente de malos sentimientos y un padre ejemplar. El acusado era el clásico burócrata que prospera en regímenes dictatoriales. El hombre había dedicado su carrera a administrar los campos de concentración. Amparado por el sistema, simplemente no cuestionó los valores del régimen al que servía. No le importaban los judíos, pero tampoco quería contrariar a los jerarcas de su partido. Para los “banales del mal” tiene el mismo valor construir un puente que exterminar a un grupo humano.

La levedad del ser

Dos masacres del siglo XX dan luces en qué catástrofe puede terminar una población adiestrada en el odio y la intolerancia. En 1915 el gobierno turco, que todavía lideraba el imperio Otomano, decretó la expulsión de los cristianos armenios de sus tierras. Se los obligó a marchar kilómetros, sin derecho a cargar comida ni equipaje. Para empeorar sus condiciones, el gobierno nacionalista autorizó a los Kurdos y a otras etnias rivales a maltratar y vejar a los caminantes. Estimulados por premios y castigos, los mismos ciudadanos que habían convivido en paz con los armenios se entregaron a todo tipo de excesos bajo la complaciente mirada de los militares. Un millón de armenios murieron de horrible manera, no bajo los terrores de una guerra o de crueles enemigos, sino que fueron agredidos por personas comunes y corrientes armadas con herramientas de campo y piedras. Se considera esta matanza como el primer genocidio de la modernidad.

El segundo evento que refleja la precariedad moral del ser humano es la carnicería ocurrida en Ruanda, donde 800.000 integrantes de la minoría Tutsi fueron masacrados en cien días por los Hutus, sus vecinos y amigos. Tampoco emplearon soldados o un elaborado armamento. Bastó el odio acumulado por centurias y el permiso de dar rienda a sus bajos instintos amparados por la impunidad institucional. Nótese, que los primeros asesinados no fueron los Tutsi, sino que los Hutus que llamaban a la moderación y cordura. 50.000 pacifistas sumaron su sangre a la de los Tutsi.

¿Por qué relaciono estos hechos tan salvajes con el fenómeno de la internet? Para demostrar como en poco tiempo una buena campaña de odiosidad puede culminar con la destrucción de la armonía de un grupo de amigos. Esto permite imaginar lo que podría ocurrir con una campaña sostenida y de largo aliento, capaz de revivir odios apozados por años, décadas y centurias. ¿Política ficción? ¡Ojalá! Por eso, hay que estar atento a esas flores del mal que seducen y se filtran en nuestra adictiva internet.  Después de todo, nuestro propósito en la existencia es trascender la insoportable levedad del ser mencionada por Milán Kundera en su novela de similar nombre. Lo leve, entendido como inercia, irresponsabilidad y el vacío etéreo que nos dispersa en la banalidad. Como dijo Beethoveen, citado por el autor checo: “Una decisión de peso va unida a la luz de un destino”. Y mirando a los ojos del otro nuestro destino puede ser algo mejor de lo que hoy tenemos.

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Alguien comentó sobre “Odio en las redes sociales: las Cibernéticas Flores del Mal

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