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A veces parece haber cierta urgencia en sacar adelante determinados proyectos, y se recurre a la estrategia de acompañarlos con un envoltorio que dice que es urgente, que es indispensable para las personas, pero el apuro por lograr su aprobación resulta sospechoso, y cuando se comprueba una primera vez que la urgencia escondía propósitos no declarados se instala un estado de sospecha permanente.   Ocurre en la política, la economía y en general todo orden de cosas en las que las iniciativas de quien detenta el poder están contrapesadas con la aprobación de un organismo externo.

Sin dudas, el actual Ejecutivo ha tenido un manejo comunicacional dirigido a crear imágenes en la opinión pública que no siempre se corresponden con la realidad, y aparentemente eso se debe a que en el Gobierno están convencidos de tener siempre la razón y saber qué es lo que necesita la gente.   Se puede criticar un cierto mesianismo que, en todo caso, no es exclusivo de ningún sector en particular porque las críticas hacia los intentos refundacionales son recurrentes en la historia nacional.

La estrategia preferida es convocar a una especie de unidad nacional tras sus propósitos, olvidando que si bien el actual Presidente fue elegido con una mayoría clara no cuenta con el respaldo mayoritario en ninguna de las dos cámaras del Congreso, precisamente porque así lo quiso la ciudadanía.

No es un asunto de diferencias políticas sino de estilo político.  Lo que se afirma respecto del actual  Gobierno se podría haber sostenido del anterior, con la diferencia que la actual administración no tiene mayoría parlamentaria, lo que es más grave para la anterior, porque teniendo mayoría no siempre pudo obtener la aprobación de sus proyectos.

La idea de convocar a un proceso de unidad, una suerte de acuerdo nacional, proviene de la llamada política de los acuerdos que se produjo en los primeros años tras la reinstalación de la democracia, cuando la fragilidad de las instituciones frente al poder militar hacía aconsejable actuar con la mayor prudencia posible y asegurar el respaldo de todos para todas las decisiones relevantes.

Sin embargo, ese tiempo de urgencia pasó y ha quedado tan en el pasado que ahora se observan expresiones de cuestionamiento a las concesiones de la época como si hubiera sido fácil gobernar con la permanente amenaza de un nuevo golpe de Estado.   Recurrir a una pretendida unidad en tiempos en que las diferencias superan con creces cualquier emergencia, por lo demás inexistente, es una pretensión que no debería tener impacto más allá de las filas de los adherentes del gobernante e insistir en esa estrategia revela un preocupante desconocimiento de la realidad.

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