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Han descalificado su talento, su belleza, su destreza, pero es una niña y la corona de espinas ha sido puesta sobre su cabeza y le hiere la frente. Los inocentes oídos creen todo lo que escuchan y los ojos dilatados por el veneno se angustian ante la visión de ogros indestructibles. Oídos y ojos infantiles, inmaduros para comprender, que estos juicios carecen de fundamentos. Una niña y el dolor sembrado en su mente. Siendo ya adulta, en su interior, muchas veces, la niña coronada de espinas, nuevamente, llora. ¿Cómo consolarla?
Relacionarnos, balsámicamente, con el pasado es indispensable para poder crecer bien, pero la receta suele ser difícil de surtir y en muchos tramos del camino, gotas de sangre transparente empapan el rostro; la corona de espinas sigue ahí. Ante esta alerta, se deben tomar cartas en el asunto y buscar ayuda: medicinas, información, grupos humanos dispuestos a socorrer para mejorar la condición dolorosa.  Jamás debe normalizarse el dolor y vivir con el semblante cubierto por una máscara alegre, mientras, como dice el dicho: “la procesión, va por dentro”.  Tenemos derecho a vivir una vida sin traumas con cicatrices borradas de las cuales nos quede, solamente, el aprendizaje; saber que todo era inmerecido; no importa de quiénes hayan surgido las descalificaciones, eran sus creadores los equivocados. Terminado el proceso de cura, los hilos de certezas positivas, son materia prima para tejer guantes protectores que permiten, con las propias manos, quitar, por fin, la corona de espinas para siempre.

 

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