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Estábamos entrando al siglo 21 cuando mis familiares y amigos me presionaron para que aprendiera a conducir. Yo vivía sola en un departamento de Ñuñoa, pues mi mamá había fallecido recién, y llevaba un buen tiempo “anulada”, nombre legal que se le daba al “divorcio a la chilena”. Según todos, el manejar me daría seguridad para resolver cualquier emergencia que requiriera transporte. Convencida, me compré un coche y en el 2001 tuve mi primer choque. Fue leve, le raspé la puerta a un moderno jeep todo terreno. Peor le fue a mi económico modelito, cuyo capó saltó lejos. La conductora del jeep era una simpática mamá joven. Nos dimos los datos y quedé de telefonearla para pagar el desabollado.  Esa tarde, su marido me llamó amenazándome con las penas del infierno si no le pagaba un millón y medio de pesos, que era el costo de importar la puerta desde el país fabricante. Cortó y me hizo llegar una citación a los tribunales. La fecha imperativa era en tres días más, que correspondía al 11 de Septiembre. En ese mínimo tiempo tendría que conseguir abogado y testigos.

Fantasmas del pasado

Aquel día amaneció asoleado, sin embargo, los “guanacos” policiales estacionados en las esquinas auguraban lluvia primaveral. Ya frente al edificio de la Justicia, deseé que apareciera el cacique Michimalonco y sus huestes para evitarme el seguro mal rato que me aguardaba. Como se sabe, el gesto épico de dicho cacique culminó con la destrucción de Santiago un 11 de septiembre de 1541. El asalto y la decapitación de sus toquis, a manos de la bella Inés de Suárez, habían ilustrado la memoria colectiva hasta que los tanques de Augusto Pinochet se tomaron La Moneda en esa misma fecha, pero en 1973. Michimalonco cayó defendiendo su territorio y con Pinochet, nosotros caímos en una dictadura. Pues bien,  las heridas sin sanar y las cuentas pendientes post-democracia, habían hecho del 11 de Septiembre el día ritual para las protestas en diversos puntos del país.

Se caen las torres

En la sala de espera, ya estaban los parientes que venían a apoyarme como testigos. Mi abogado, un flaquito recién egresado, con precio “ a lo amigo”, todavía no llegada. Entonces, un rumor de voces se dejó sentir. El mejor abogado en litigios de accidentes automovilísticos hizo su aparición acompañado por el esposo agraviado y su señora.  En ese mismo momento, en uno de los televisores, las noticias presentaron la imagen de un avión chocando contra una de las torres gemelas en New York. En otra pantalla, aparecieron las notas sobre el inicio de la jornada de protestas. Conmovida por este extraño paralelismo, pensé que la simbología del “11” era el recordatorio de la promesa hecha por Allende desde radio Magallanes, de abrir las grandes alamedas para que pasara el hombre nuevo. ¿Cómo sería aquel? Evoqué la descripción nerudiana hecha por el poeta Mauricio Redoles en “Bello Barrio”, donde hablaba de un ser mitad pez, mitad hombre, con ojos anaranjados. Volví a la realidad. Frente a mí, estaba aquel rimbombante abogado y el furioso demandante, los dos mitad hombre, mitad tiburón, con un rojo ardor en las pupilas.  Nos llamaron a la corte en el momento que el otro avión estalló en medio de segunda torre. Mentalmente, quise escapar. ¿Tal vez a Barcelona? Tampoco era la salvación. Mi primo español me había contado que el 11 de Septiembre se conmemoraba la Diada de 1714, dolorosa fecha en que la ciudad había sido sangrientamente tomada por  los Borbones (familia de los actuales reyes de España) y que era el punto de convergencia para los clamores ciudadanos por la  independencia de Cataluña. No había caso. El “11” me tenía atrapada.

Lección personal y universal

Los descargos del demandante fueron múltiples, pero la jueza se puso a mi favor. Ella percibió esa carga de castigo que el joven yuppie deseaba infringir a todas las mujeres conductoras, incluida su esposa (la que no se atrevía a mirarme) Entonces, el colosal abogado sacó su cartita bajo la manga. Si no pagaba, ya tenía listo el embargo de mi vehículo “más costes del juicio”. Era el momento de negociar y el flaquito, sugirió que llamara a algún hombre de la familia con el fin de equilibrar fuerzas. Mi cuñado fue el elegido. Resultó tener desconocidas dotes de actor. Entró blandiendo su chequera, con paso seguro y una voz de trueno que asustó a los demandantes. Su interpretación teatral dio frutos y logró el retiro del embargo, más el pago total a 700 mil pesos. Le pregunté de dónde había sacado ese personaje. De mi bisabuelo, dueño del fundo Colico. Sospeché que el viejo debió haber sido terrible, pero ¡ni modo! Le debía una a su fantasma. Antes de  retirarnos, noté que los presentes en la sala de espera, observaban incrédulamente a los pobres desgraciados que se lanzaban desde las torres en llamas. Capté que algo universal nos unía todos, algo que trascendía el tiempo, culturas y geografías. Sí, el siglo 21 estaba pidiendo un hombre/mujer nuevo, alguien capaz de saltar hacia el vacío de lo simple, alguien con los ojos grandes como luceros, que al decir de Violeta Parra, fuera capaz de ver el fondo estrellado de cada ser humano. Con solo ese humilde acto, se podrían exorcizar los siempre afilados “11”, que en distintas formas, lugares y estilos, nos están acechando para atraparnos entre sus fauces.

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