Compartir

Escribía una reseña sobre el libro “Soy de la U” de Francisco Mouat, y como en todos y cada uno de sus libros, incluidos los futboleros, me emocioné con su particular manera de mirar la vida y registrarla a través de su crónica. Para escribir la reseña, leí y tomé notas en mi libreta, leí pormenorizadamente. Algunos capítulos dos y tres veces para saborear su forma y especialmente su contenido. Leí, reflexioné, sentí. Contrasté mi vida y mi propia experiencia ante los mismos tristes y alegres episodios que la U nos ha regalado. Pero cuando intentaba escribir la reseña –como dijo Silvio- me salió otra canción, otro texto en este caso. Quiero contarles sin pudor que lloré con desnuda emoción al escribirlo y, a través de él, revivir a mi viejo y (re)conocer la esquina en la que es posible encontrarnos como padre e hijo. Sí, a través de un equipo de fútbol, pero mucho más que eso, a través de la historia que se construye en esa cancha, donde sabe desmarcarse muy bien y donde, en consecuencia, puedo encontrarlo. Quiero compartirles ese texto.

Mi padre no es de declaraciones en las que se develen sus emociones, pero una vez le escuché decir que desde mucho antes de que yo naciera, me soñaba. La última vez me quedé pensando qué le habrían mostrado esos sueños. Aunque a menudo me manifiesta su orgullo por quien finalmente soy, estoy seguro que le hubiera fascinado que hubiera sido el arquero de la U. Desde pequeño me preparó para eso. Primero, cuando yo solo pensaba en autitos de juguete, me llevó al estadio a ver a la U. Entramos y recuerdo nítidamente la sorpresa que sentí al ver el césped soleado y perfecto del estadio nacional. ¡Oh papá! ¡Qué bonito! –me cuenta que exclamé; y que luego hice una pausa mientras respiraba hondo y me anegaba con esa majestuosidad. Él me miraba desde arriba. Y que tras ese momento, lo miré nuevamente y le dije: -lindo el estadio papi… ¿nos vamos ahora? No recuerdo la cara que puso ni cómo lo hizo para mantenerme ahí por más de 180 minutos (porque era jornada doble). Lo que sí recuerdo es ese fantástico lugar abarrotado de interminables gradas como insuperables carreteras para mis matchbox, que con sabiduría de madre ella dispuso “por si acaso” en una bolsa junto con los sándwich y un termo con té caliente.

Revista Estadio Manuel Rodríguez Gentileza Revista Ferplei.com
Revista Estadio Manuel Rodríguez Gentileza Revista Ferplei.com

Siendo ya todo un niño, cada tarde después del trabajo mi padre llegaba a entrenarme como arquero: chuteándome por arriba, por abajo, enseñándome a atajar, a apañar el balón, a salir a cortar un centro, a salir sin miedo a achicar cuando entraba al área con pelota dominada. Fue en esos tiempos que me llevó a la mismísima U, al estadio Recoleta, para probarme en las infantiles.  Ahí figuraba entre decenas de niños, sus padres y la tensa ilusión de quedar seleccionados. Nos hacían jugar y varios profes elegían a los que en ese momento les parecían los mejores. Estando al arco no me llegó nunca la pelota y, por tanto, no quedé. Mi padre -así lo relata hasta el día de hoy- se acercó a Manuel Rodríguez Vega, el seleccionador que me había tocado, y le pide que me pruebe chuteándome unos tiros al arco. Acepta. El primer chute, es una pelota bombeada, un poco corta pero que salgo a buscar con seguridad para apañarla a la altura de mi abdomen con un pequeño salto. Bien. El segundo, un remate potente por alto que no alcancé a atajar: gol y nerviosismo entre los espectadores que se habían apostado en torno a esta suerte de lanzamientos penales. Tercero y último. Rodríguez dice que este disparo será el definitivo, muere-muere. Yo, cerca de 13 años, resguardando una portería profesional y ante un “jugador grande”. Toma distancia y remata muy fuerte, esquinadísimo y por abajo. Hice lo que sabía hacer. Lo que practicaba todas esas maravillosas tardes que esperaba a que mi papá me chuteara tiros cada vez más difíciles. Volé con todas mis fuerzas, con toda mi alma, con toda mi cándida niñez y con aquella convicción única que a esa edad se ostenta; volé hacia ese ángulo imposible y con las puntas de mis dedos alcancé a rozar el balón, levemente pero lo suficiente para desviarla hacia afuera. No lo recuerdo, pero mi padre me cuenta que todos exclamaron un ¡oh! y que Rodríguez se dio vuelta hacia la gente en manos en jarra y con un gesto de sorpresa y aprobación. Quedé. Celebración, sobria por cierto. Orgullo paterno, desbordado.

Fueron buenos tiempos. Entrenamiento día por medio. Con el tata Riera a cargo, más Hugo Carballo, el lulo Socías, Pellegrini, Salah, el chico Hoffens y mi ídolo: Sandrino Castec. O sea, entrenador y primer equipo formando al equipo del futuro. Mi papá me acompañaba religiosamente y reforzaba mis logros y aprendizajes con severidad y cariño. Sin embargo, al poco andar, me salí de la U. Ya no era tan bueno ni me gustaba con la pasión que se requiere para defender el pórtico de los azules. Tiempo después, cuando comenzaba a cambiar mi afición por los autitos miniatura al interés por las chicas, mi viejo me invitaba al estadio pero yo ya no aceptaba. Lo que pasaba es que también comenzaba a interesarme la política, la música, la literatura y todo un desarrollo intelectual que entendía –en ese momento- estaba lejos del fútbol y su ambiente. Así pasaron los años, alejado de la U y de alguna manera alejado de mi padre y su pasión.

Revista Estadio El Ballet Azul 1964
Revista Estadio El Ballet Azul 1964

Es que hay que conocer la historia de Hernán Belair. Él jugó en la U. En los tiempos del ballet. Y para él sí que fue difícil la cosa. Mi viejo se hizo futbolista a pulso. En las pichangas del barrio, en la cancha de tierra y en la calle, todo el día, toda la tarde y a veces hasta altas horas de la noche. Se iba solo a entrenar. Cabro chico tomaba la micro y cruzaba Santiago para cumplir su sueño. No había un padre que hiciera su pega, como dice Mouat; al menos esa pega. Solo una vez lo sorprendió escondido detrás de un pilar en el Santa Laura espiando uno de sus entrenamientos. Mi padre aún se emociona al recordar ese momento estelar de su vida. Así era mi abuelo. Además, para colmo era hincha de la católica. Esforzándose llegó hasta el primer equipo, en el cual sin embargo, no tuvo opción ante los monstruos del ballet azul. Cuando tuvo que emigrar a préstamo no pudo aceptar jugar en otro equipo que no fuera la U, se desmotivó y dejó el fútbol. Sus contemporáneos dicen que era férreo en la marca pero con buena llegada, especialmente cuando jugaba de lateral izquierdo, y que además le pegaba fuerte con las “dos patas”, al estilo brasileño “folha seca”.

Hace pocos años regresé a Chile después de un posgrado en el extranjero. Entre las innumerables resoluciones que me había propuesto, estaba la de volver a acercarme a mi padre. Lo veía de capa caída tras su jubilación y yo extrañaba su compañía paternal. Intenté con los libros, pero si bien algo prendió también algo faltaba. Con la política nunca coincidimos mucho. La conversación personal sobre mis cosas era más bien formal y muy doctoral de su parte, lo que terminaba por aburrirme. Hasta que me acordé del fútbol. Afortunadamente, llegaba Sampaoli a la banca de la U con su cosecha de títulos y juego bonito. Sin TV en mi casa y sin el canal del fútbol en la de él, la alternativa era invitarlo a un restorán chino vecino a mi casa donde exhibían los partidos. Comíamos, tomábamos una cerveza y comentábamos el juego. Y fue in crescendo. Cada vez los comentarios eran más apasionados aunque nunca exentos de tecnicismos. En ese escenario él florecía y, más aún, a la luz de una creciente convergencia en nuestro paladar futbolístico. Todavía recuerdo la goleada a domicilio que le propinó la U al poderoso Flamengo de Brasil (Ronaldinho incluido) que, por primera vez desde hacía mucho tiempo, nos quedamos después del pitazo final a disfrutar el triunfo, para que no se terminara la alegría. Y, tras largos años de silencio, volvimos a conversar, recordamos las anécdotas de mi paso por la U y luego las suyas en el club de sus amores, recuerdos y aprendizajes que aún atesora con orgullo. La U salió campeón de la Sudamericana pero nosotros seguimos juntándonos en ese chino de mala muerte a conversar, pero ahora, poco a poco, sobre su vida, sobre la mía y hasta de nuestros sueños.

 

Sí, mi papá aún los tenía. A decir verdad era uno solo. ¿Cuál? -Le pregunté. Volver a Asunción, Paraguay. -Me respondió de inmediato como si tuviera esa respuesta preparada desde toda la vida. Quería regresar, después de casi 40 años, a ese mágico lugar donde vivió una temporada en plena juventud ¡qué recuerdos! Así que nos organizamos, rompimos el chanchito y nos fuimos, en bus, por tierra, esa era la idea. Casi no hubo tiempo para dormir en esas más de 30 horas de viaje. Lo entrevisté durante todo el trayecto, con grabadora en mano, sobre ese primer viaje por allá en los gloriosos años ’60. Ahora recorríamos juntos (valga el prefijo) el mismo camino. El camino de mi padre.

Hoy trabajo en un texto que reproduce esa historia. Pero lo más relevante para efectos de este escrito, es que pensar en mi padre no es tan potente ni maravilloso como sentir ese camino recorrido; y reconocerlo ahí como mi padre, como ese hombre que resultó ser mi padre, como si fuera un observador externo omnisciente, pero al mismo tiempo, una parte de él, de su carne, de su historia y, por ende, íntimamente comprometida en la escena. Reconocerlo, en todas sus acepciones, desde su incondicionalidad hasta su pasión por lo que ama. La U en esta historia, entre otras cosas, es un denominador común de cuya operación solo se pueden obtener los máximos beneficios. La U es la amalgama con mi padre. Es la llave maestra a nuestra comunicación. Es la estrategia ganadora, la manera de llegar al gol del triunfo.

En otro libro de Pancho, hay una ilustración de Guillo donde muestra a un padre y su hijo pequeño de espaldas sentados en un estadio, el padre le enseña la cancha a su hijo y se le escapa un corazón en su mirada. Así veo que nos vimos, sin duda, eso fuimos y eso somos, aunque ahora son dos los corazones que se escapan y se encuentran en un abrazo para siempre.

Compartir

Alguien comentó sobre “El sueño de mi padre

  1. Ahhhh para variar me emocionan tus palabras, es primera vez q leo siendo copiloto y no me mareo, esa magia q tiene tu forma de escribir q me logra transmitir cada emoción q describes, me encanta

Responder a Leslie Cancelar la respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *