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Estos días ha habido distintos episodios que parecen demostrar que hay personas empeñadas en creer que es posible alterar el curso de la historia y los acontecimientos. Obispos que no reconocen la porfía de los hechos que vuelven una y otra vez a acusarlos por su desidia, partidos políticos que tratan de imponer sus propios puntos de vista sin entender que las leyes son para todos y que para ser acatadas tienen que ser legítimas, la calificación de determinados atributos de la contraparte política, religiosa, económica, racial y social como si los críticos fueran los dueños de la identidad del cuestionado.

Siempre se ha intentado que los demás actúen como a uno le parece mejor, pero estamos llegando a un período de la historia en el que las diferencias forman parte de la realidad con tanta fuerza que el acuerdo parece improbable y la libertad se impone como un requisito básico para permitir la convivencia entre quienes piensan y sienten distinto.

Es que la historia no se detiene en el punto en el que el vencedor ocasional quisiera que se congelara el tiempo. Siempre el triunfador termina por convertirse en vencido, los imperios se derrumban y son bien pocas cosas las que permanecen inmutables, salvo, posiblemente, el amor, el instinto de supervivencia y la necesidad de vivir en comunidad.

Cuando cayó el Muro de Berlín, el hecho fue saludado como el fin de la historia y el triunfo definitivo del sistema capital liberal, como se le entiende en las democracias occidentales, y a casi treinta años de esos hechos hemos podido comprobar que ese era un diagnóstico excesivamente optimista. No sólo el socialismo no ha desaparecido del planeta, sino que ha ido creciendo la crítica contra el capitalismo sin que se ofrezcan alternativas para su recambio.

Como es esperable en una era volcada hacia su propia satisfacción, las personas ya no parecen entusiasmarse siquiera con las epopeyas colectivas ni mucho menos están dispuestas a que se les diga qué pueden o deben hacer. Ese es un dato que tienen que considerar inevitablemente quienes pretenden que los demás adopten sus puntos de vista, porque en la medida que intenten forzar en vez de convencer sólo logran apurar su propia decadencia.

Es imprescindible entender que nadie puede determinar el curso de la historia en el largo plazo y que los intentos de este tipo requieren cada vez un mayor costo de energía y provocan una mayor resistencia. Por su parte, este proceso de fragmentación social afecta también a los jóvenes llamados a reemplazar a los actuales dirigentes. No tienen una posición común respecto de lo que se requiere, salvo atender la emergencia de la supervivencia del planeta y la satisfacción de sus propios impulsos porque el futuro no parece interesarle a muchos aunque se sepa que la historia nunca termina.

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