Compartir

En la obra de Perpetua Rodríguez el paisaje desplaza al hombre, dejando su ausencia tan solo como huella, y abre la intimidad entre las construcciones humanas brutas y la tierra también bruta que se impone. De esta manera, suscita la recuperación del vínculo entre imaginación y naturaleza. La imaginación, como fuente de la experiencia, y la naturaleza, en su dimensión indómita e inmensa.

Si en la obra de Perpetua Rodríguez fue la mismísima desubicación la que puso cartel y luminaria ahí en plena selva de la cordillera de Nahuelbuta, no fue la misma desubicación la que puso un mall en pleno centro de Castro. Estar fuera de lugar se identifica con un exceso de imaginación. Figurarse que existe lo que no existe, que hay lo que no hay, que pasa lo que no pasa.

La imaginación es, ante todo, el rasgo fundamental de occidente. Por un lado, la fuente de la obsesión por el arte, la imagen y la libertad. Por otra, el filo que — exacerbado en la modernidad— abre la herida de todo ese mundo sensible y material al que ha querido dar forma con la violencia de su afirmación.

En este último sentido, el exceso de la imaginación sobre la materia ha constituido la esencia de la obra humana, de la cultura, en la medida en que el acto de creación se entiende como conformación de un sustrato de naturaleza que la subjetividad debe dominar para consumarse como tal y ganar así su lugar en la historia.

Ganar un lugar es elevarse como aquí absoluto del mundo, desde donde todo lo no humano cobraría presencia y significado. Del mismo modo, la obra humana no sería más que el reflejo en que el sujeto observa su propia consumación y acabamiento. Sujeto y obra alcanzan así el máximo de su dependencia mutua. Entonces, esa forma de la desubicación, que proyecta imaginariamente los objetos de la voluntad, haciendo abstracción del ritmo y tiempo propio de la vida, se convierte a su vez en una forma peculiar pero ya conocida del acto de ubicar las necesidades del hombre.

La pregunta es, por tanto, el lugar como lugar de la imaginación. La respuesta, la imposibilidad del aquí absoluto y de la consumación de la obra.

Pero, si es preciso este gesto desde la raíz del arte, es también un imperativo de la obra de arte desgarrar la dependencia del sujeto y sus construcciones. La tarea de la obra es ahora distinta. Se trata de insistir en lo inhumano, en lo salvaje, en todo aquel campo de la experiencia sensible y material que no se deja aprehender comprensivamente, es decir, que rehúye ser instituido como objeto y aquí de la voluntad del sujeto.

En esa búsqueda, en la obra de Perpetua Rodríguez el paisaje desplaza al hombre, dejando su ausencia tan solo como huella, y abre la intimidad entre las construcciones humanas brutas y la tierra también bruta que se impone. De esta manera, suscita la recuperación del vínculo entre imaginación y naturaleza. La imaginación, como fuente de la experiencia, y la naturaleza, en su dimensión indómita e inmensa.

Por ello mismo, ahora la desubicación se despliega en la experiencia del vértigo de la imaginación. El sentimiento de estar llegando a un lugar pero que, de hecho, vuelve imposible el llegar. Un devenir que no cobra su carácter excesivo del acto de abstraer la naturaleza en objeto, sino de ceder ante la potencia de lo salvaje como nacimiento del mundo.

La experiencia se constituye así como un surgir inconcluso e incesante del ritmo que otorga la forma sensible, al mismo tiempo en que deforma la expectativa de fijación total de la imagen. Esto, que para la voluntad puede ser determinado como la sustracción infinita del aquí, no es otra cosa que la imposibilidad de la obra de producir la identificación del sujeto cuando se trata de la experiencia del arte.

Donde la hybris – el orgullo y la desmesura- de la domesticación deja su rastro violento, un cuerpo salvaje se resiste a entregar su secreto y asoma, de este modo, la bravura. Por ello, los perros aún son visitados por la luz lunar, mirados por los siglos de los siglos y por su pasado lobuno. Bravas: la obra como huella del hombre y la naturalidad de la naturaleza se persiguen y acechan, se reconocen en un trance material cuya complicidad nos es aún desconocida. Así, ni la humana obra, ni la natural corporalidad de la montaña en la obra, constituyen lo que amenaza la experiencia, pues esa amenaza no es sino el acto productor que eclipsa la destinación terrenal de la existencia.

La formación y deformación es una exigencia de la obra que abre insistentemente el lugar al que vamos llegando. Pero no aquí.

Compartir

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *