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Hace varios años tuve una hermosa conversación en Cañete con don Luis Quilapi Cayupi, respetado Longko mapuche del sector de Huape. Hablamos de la sensibilidad de los árboles y de nuestra relación con ellos, como seres vivos. Yo le mencioné que sentía un profundo cariño por los árboles que había plantado en mi pequeña parcela de Peleco, cerca del lago Lanalhue; y él me habló sobre los árboles desde su sabiduría, que se nutre de la cultura ancestral  y de sus años de madurez. Quedé impresionado al percibir que me hablaba en forma quieta de ellos como si se refiriera a sus hermanos, con una sensibilidad y una riqueza de expresiones que nunca había escuchado. Le mencioné que muchas veces yo le hablaba a los árboles y el me respondió que era bueno hablarle al árbol y que él también lo hacía.

Tiempo después, llegó a mis manos  un escrito que incluía una entrevista a un hombre mapuche. No recuerdo todo el texto pero si recuerdo una frase: “…nuestros abuelos nos enseñaron el respeto por los animales, las plantas y las piedras…” Sentí una fuerte emoción al leer esa frase y luego reflexioné…¡El respeto por las piedras!

En 1978, recién titulado de arqueólogo, comencé a trabajar en Patagonia y poco después en Tierra del Fuego. Excavé sitios habitacionales donde los aonikenk (tehuelches meridionales), los selknam (onas) y sus respectivos ancestros, habían dejado artefactos de piedra tallada de distintas antigüedades, junto a conchas y restos óseos de los animales consumidos. Cuando tomaba en mis manos un cuchillo de basalto o un raspador en material silíceo o una punta de proyectil en obsidiana, dejada por alguno de esos grupos hace siglos, podía sentir una conexión especial con ese instrumento. Era un momento que tenía algo de sagrado. Cuando mi mano entraba en contacto con esa piedra sentía que entraba en contacto con el ser humano que había tallado esa piedra o que la había utilizado. Quizás la mano de un hombre para  cazar o faenar un animal, o tal vez la de una mujer, para raspar un cuero… personas que tenían anhelos, igual que nosotros. Un momento mágico de encuentro, en el mismo lugar, con el mismo objeto, pero desplazado en el tiempo.

Otra experiencia importante se dio en 1997 en el marco del proyecto Fondecyt que me correspondió dirigir “Hombre temprano y paleombiente en Tierra del Fuego”. Estábamos excavando el depósito de una pequeña cueva que contenía restos de ocupaciones de grupos cazadores-recolectores “Paleoindios”. Es la cueva de Tres Arroyos situada en el cerro de Los Onas, que con sus destacados afloramientos rocosos domina una amplia planicie de origen glaciar en el norte de Tierra del Fuego.

Encontramos restos de varios fogones con fragmentos de carbones  que datados por el método del carbón 14 aportaron  dataciones de 10.600 años  antes del presente y que una vez calibradas dieron fechas de 12.500 años de antigüedad, para esos primeros habitantes que ingresaron a Tierra del Fuego y que encendieron las primeras fogatas, a fines de la última glaciación. Al tomar en mis manos un pedernal tallado sentí que la magia de todos los tiempos me unía con ese ser humano que había cazado guanacos y caballos nativos americanos y que convivió con el milodón.

Aproximadamente mil años después, el caballo nativo y el milodón se extinguieron, probablemente a causa del calentamiento global y de los marcados cambios ambientales de comienzo del Holoceno. Esos antiguos fogones contenían artefactos líticos, huesos de los animales ya mencionados, restos de colorante rojo y abundantes espículas de carbón; un valioso contexto arqueológico que nos conecta con esos seres humanos que ingresaron a Tierra del Fuego cuando aún se encontraba unida a Patagonia, algunos milenios antes que el Estrecho de Magallanes se formara. Es la magia de la arqueología que permite una conexión desplazada en el tiempo, o si queremos, que permite la conexión de distintos tiempos.

En agosto de 2017, al finalizar las X Jornadas de Arqueología de la Patagonia, en Puerto Madryn, Argentina, los organizadores nos invitaron a conocer algunos sitios arqueológicos de la zona. La excursión duró todo el día y el último lugar que recorrimos fue el cerro denominado Loma Torta, de casi 100 metros de altura, ubicado dominando el valle inferior del río Chubut.

Años antes, en la cumbre de ese cerro se habían encontrado restos dispersos de diversos enterratorios humanos de algunos siglos atrás. Los restos fueron rescatados y estudiados por arqueólogos y antropólogos físicos argentinos.

El lugar fue resignificado como un espacio sagrado de gran valor simbólico para los pueblos originarios de esa provincia. La comunidad mapuche-tehuelche “Ceferino Namuncurá-Valentín Sayhueque” solicitó la restitución y re-entierro de los restos, lo que se llevó a cabo con la participación de representantes de la mayoría de las comunidades originarias de la provincia y con la participación de los arqueólogos. Los restos fueron sepultados bajo un cúmulo de piedras, rodados medianos y grandes, a la manera de los “chenques”, enterratorios tehuelches situados en variadas eminencias de Patagonia.

Cuando llegamos al lugar los representantes de la comunidad mapuche-tehuelche nos recibieron alrededor de un extenso fogón encendido con grandes leños. En una breve ceremonia, con discursos de los representantes de la comunidad y de la arqueóloga que había coordinado el trabajo, nos explicaron el valor sagrado que tenía para ellos ese lugar.

El sitio de la fogata era una explanada situada al pie de Loma Torta. Algunos metros más allá del gran fogón estaba dispuesta una acumulación de rodados grandes y medianos de distintos colores. El dirigente principal, al concluir el último discurso nos invitó a cada uno de los visitantes a tomar uno de esos rodados y llevarlo durante la ascensión de un sinuoso sendero hasta la cumbre del cerro, para depositarlo allí. Sentí  gran emoción cuando tomé el rodado elegido en mis manos e inicié el ascenso siguiendo la procesión de unas 40 personas, entre representantes de la comunidad, con sus emblemáticas banderas flameando en el viento, y los arqueólogos.

La emoción fue mayor cuando cada uno de nosotros depositó su respectivo rodado en el cúmulo de piedras rodadas ya dispuestas sobre el conjuntó  funerario. Sentí que, a través de ese trozo de roca, la comunidad nos permitía entrar a su mundo más sagrado… ¡El respeto por las piedras y su valor sagrado! La visita concluyó con nuevas palabras de los dirigentes de la comunidad mapuche-tehuelche, pronunciadas junto al chenque. Eran palabras que venían desde la profundidad del alma, conectada con las almas de los que habían partido y que se exteriorizaban y compartían en la cumbre de Loma Torta.

En relación a los árboles, he tenido ocasión de recorrer la provincia de Arauco, en la región del Biobío, desde la década de 1990, durante diferentes prospecciones arqueológicas o en recorridos de paseo. He tenido también la ocasión de ver fotografías antiguas de inicio del siglo XX cuando los bosques nativos aún dominaban el paisaje. Me impresionó mucho conocer en 1995 los gigantescos arrayanes, olivillos y laureles de la reserva nacional de isla Mocha. Sin embargo, en mis recorridos he podido constatar que esos bosques nativos han desaparecido en gran parte del territorio de esta provincia…fueron reemplazados por plantaciones de pinos y eucaliptos. Sólo quedan unos pocos espacios donde el bosque originario se conserva, principalmente en quebradas  y en algunas laderas de cerro, marginales a la actividad humana.

En unos cuantos decenios las grandes empresas madereras han alterado profundamente el paisaje original, lo que ha ocasionado importantes cambios en la ecología de la zona. ¿Cómo percibirán este nuevo paisaje los mapuches mayores, aquellos que alcanzaron a jugar de niños mirando los árboles nativos? ¿Le importa a alguien lo que ellos sientan con respecto ese paisaje perdido, que era su paisaje infantil?… hay que buscar esos apartados lugares de las quebradas, junto al curso de algún estero o vertiente, entre coihues, helechos y quila, para escuchar el sonido del chucao y re encantarse con la magia del bosque húmedo del sur.

En Peleco construí en el año 2001 un círculo de piedras, con más de un metro de diámetro, limitado en su perímetro por adoquines. En su interior se pueden apreciar bolones y piedras medianas y pequeñas, redondeadas por el trabajo milenario de los ríos, que provienen de distintos lugares del Chile que he podido recorrer. Es un lugar especial rodeado por robles, coihues, arrayanes y una lenga,  árboles que hemos plantado con Gloria, mi compañera. Es un lugar especial para conectarse con el ser interior,  con los afectos, con las vivencias, un lugar para recorrer cada árbol, acariciarlo, hablarle…y esperar su silenciosa respuesta. Ese círculo de piedras rodeado de árboles es un pequeño punto en el universo que, en algunos momentos, parece contener al universo entero.

Un poco más allá despejamos ese mismo año, parte de un extenso cerco con zarza mora. Observamos que entre la zarza se encontraban protegidos, pero prisioneros, pequeños árboles nativos. Al despejar sectores de la zarza los liberamos y hoy se han convertido en grandes árboles que custodian el lugar. Allí hay peumo, lingue, arrayán, maqui, olivillo, luma y otras especies. Es la vida nativa que se abre paso…solo necesita que le permitamos expresarse para que nuestros nietos puedan disfrutar de esa maravilla.

Chiguayante, 21 de octubre, 2018

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