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Grandes o pequeños, los países mantienen la estructura social de los pueblos de la antigüedad y necesitan darse un gobierno eficiente que ayude a su organización y, a través de esta, proporcionarse los medios de sustento y progreso que las personas desean y reducir su complejidad social con reglas claras, conocidas y aceptadas por todos.

En la estructura comunitaria habitual hay dos personajes relevantes -entre muchos otros- que protagonizan los distintos momentos de la vida en común.  El sabio y el tonto.   El que piensa y el que divierte.

El sabio es el llamado a resolver las crisis, a poner la cuota de inteligencia y sentido común que desparecen durante las épocas de conflicto, el que propone una meta y la estrategia para llegar a ese objetivo.  No es el administrador ni tiene su mirada anclada en el poder sino que apunta al bien común.

El tonto, en cambio, anima la vida social en tiempos de paz.  No dirige a nadie porque su rol está reservado al entretenimiento y la ejecución de tareas simples.   A nadie se le ocurriría encargarle las tareas de gobierno porque claramente no tiene la capacidad para asumir esa responsabilidad.

 

Cuando los pueblos -o las naciones- enfrentan problemas se convoca a los sabios, se les escucha y, tras la deliberación respectiva, se les hace caso porque son los que conocen el alma de los seres humanos.   El tonto del pueblo es apartado durante la emergencia porque su aporte es irrelevante y constituye un elemento distractor innecesario.

El sabio no es el que ha estudiado en grandes universidades ni el que posee doctorados que acreditan  su conocimiento, porque conocimiento no es inteligencia.  El sabio es el que conoce los corazones de hombres y mujeres, el que sabe por experiencia propia qué es lo que necesitan y puede advertir de los peligros para sus almas, el que reconoce al individuo con sus fortalezas y debilidades y sabe cómo funciona la masa, que es distinta al individuo.   El tonto, en cambio, sólo sabe de las pasiones más básicas, de la parte primitiva del ser humano, de la morbosidad y proporciona un espectáculo que mantiene a los espectadores en su condición de masa informe y sin identidad.  El tonto carece de inteligencia y muchas veces está determinado por un grado importante de locura que le impide reconocer la realidad.  Su oficio es hablar a la masa anónima, morbosa, ignorante y pasional.

Sin duda, parte importante de la crisis por la que atraviesa el país se debe a que nos sobran los tontos y nos faltan los sabios.  Es tiempo entonces de llamarlos y pedirles su ayuda, de dejar de lado a los tontos que nos ofrecen una entretención vacía e incluso degradante.   Si las crisis son una oportunidad, es el momento de evolucionar, de crecer, de aprender de los errores, corregirlos y seguir adelante.

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