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La fotografía me atrae, es innegable, pues desde “chica” he jugado con esa cajita mágica llamada cámara fotográfica. Hasta ahora no había reflexionado sobre esto, creo que lo que me ha instado a detenerme y mirar para atrás ha sido la vida y obra del fotógrafo chileno de gran reconocimiento internacional, Sergio Larraín, gracias a una muestra importante de su trabajo que se exhibe por estos días en Punta Arenas y la que visité con detenimiento.

Hoy me pregunto ¿por qué fotografío lo que fotografío?  Debo aclarar que no camino todos mis días con una cámara a cuestas y es algo que lamento, pues mi mundo suele sorprenderme con instantes de revelación.

La mayoría de las veces registro escenas sin saber la razón, por instinto diríase en jerga de cazador, o por sensibilidad en un lenguaje más espiritual o artístico.

Lo cierto es que capturo cemento, techos, piedras, calles, fierro, óxido, luminarias, pero me doy cuenta de que suelo hacerlo desde ángulos inusuales; en esa insistencia busco algo que podría interpretar como aquello que hay en la fuente  de esas construcciones del hombre, más allá de lo funcional o utilitario.

Por otro lado, también es verdad que fotografío la naturaleza, a modo impertinente algunas veces: encima de una flor, irrumpiendo en la intimidad del follaje de un árbol, introduciéndome en la abertura de un tronco podrido… pero también al modo de una espía o ladrona, o sea, furtiva, callada, en un ricón o detrás de un árbol, para guardarme el silencio de un claro y el momento en que follaje y sol se entrecruzan para revelar un instante místico de transformación, en que emergen rayos y haces de luz y cientos de criaturas y partículas suspendidas, haciendo del bosque esa nave de catedral donde se cuenta la historia de la eternidad y de los grandes misterios.  Pero debo ser veraz y coherente y decir que la naturaleza nada esconde, somos mujeres y hombres los que jugamos a las escondidas sin saberlo.

En mi andar por la ciudad, además de calles y construcciones, fotografío sombras y reflejos y, en general, revisando lo que llevo guardado, veo que busco simetrías y aplico ángulos o, como suelo decir, registro (o lo intento) la geometría de los elementos en el espacio.  Creo que, en ese modo particular, lo que me anima reflotar de las ciudades es el origen, el soplo inicial, el espíritu que animó al espíritu, el principio de la vida, de la historia, la perfección de la naturaleza, podría decir, en suma:   el impulso de crear, la ingeniería de lo perfecto, la belleza, el por qué ese estar con el todo y con otros, y ese ideario común, transversal, de un lugar mejor.

Pero abundando a lo anterior, en especial aquello de ángulos inusuales y de sombras y reflejos, me parece reconocer que subyace una mirada consciente-inconsciente y nostálgica, por algo atrapado en un espacio entre el concreto, de seres que se vuelven sombras en la invisibilización, reflejos de una realidad que se vende y se compra, miradas que no se elevan hacia el cielo, la tierra y su verdad cubierta por el cemento, las calles llenas de señaléticas indicando cuales son los caminos.

Siento haber redescubierto un lenguaje alternativo, el de la fotografía y, la verdad, es bueno, “buenísimo”, algo así como liberador, poder comunicar con más de una lengua que, para comenzar, sólo requiere el ojo tras la cajita mágica…

Búho. Fotografía de Urzula Paredes
Búho. Fotografía de Urzula Paredes

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