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Desde el siglo XIX la elite intelectual y política chilena ha reflexionado y debatido sobre el cómo lograr que se logre un cierta equidad educacional para todos los chilenos. La constitución de 1833 estableció que la educación sería de atención preferente del Estado. Desde la década del 30 del siglo XIX, intelectuales como Mariano Egaña, Andrés Bello, Domingo Faustino Sarmiento, Ignacio Domeyko, Miguel Luis Amunátegui, Diego Barros Arana, entre otros, fundamentaron y explicaron el porqué en un sistema republicano era obligatorio preocuparse de la educación del pueblo. Ellos iniciaron los cambios y todas las fuentes demuestran la sincera preocupación que todos ellos tuvieron por el tema.

Como sabemos los inicios nunca son fáciles. Sin embargo, la creación de la Universidad de Chile y la Universidad Católica, la dictación de leyes como la de 1860 para la Instrucción Primaria; la de 1879 para la Educación Secundaria; la profesionalización del currículum con la introducción del método concéntrico a fines del siglo XIX, la creación de las Escuelas Normales y el Pedagógico, la creación de liceos en provincias y el surgimiento de variados colegios particulares, son signos ostensibles de que la elite materializó medidas para mejorar la educación del pueblo.

Las metas de la instrucción primaria en torno al logro de aprendizajes en el siglo XIX no variaron de las exigidas en Chile en los siglos XVI, XVII y XVIII. Lo que se pedía era enseñar a leer, a escribir, las cuatro operaciones básicas de matemáticas y el razonable manejo de un catecismo cristiano. Con estos conocimientos efectivamente logrados la elite se mostraba conforme. Debemos recordar que la educación primaria apuntaba al grueso de la población y la educación secundaria y universitaria se enfocaba para la elite, convicción que se extendió hasta bien avanzado el siglo XX.

En el siglo XX, lo más sustancial que se produjo en el área educacional fue el avance cuantitativo en cuanto a que la población chilena tuviera la posibilidad real de acceder a un recinto educacional. A inicios de siglo no más del 50% de los chilenos pudo tener una educación formal y sistemática; por lo tanto, se deduce entonces que las tasas de analfabetismo eran altísimas, aunque menores a las existentes en otros países americanos de similar contextura que la de nosotros. Con la reforma de Eduardo Frei Montalva, en la década de los sesenta, se dio un gigantesco salto para crear la posibilidad que todos los chilenos tuvieran la posibilidad de educarse, al dividirse en dos la jornada horaria.

En los últimos cuarenta años los problemas de la educación se han vuelto ostensiblemente cualitativos ¿Existe una educación de igual calidad para toda la población? ¿Tenemos todos las mismas oportunidades? ¿La inversión por alumno es similar para todos? ¿Tenemos la cantidad suficiente de docentes preparados para entregar una educación de similar nivel en colegios municipales, subvencionados o particulares? ¿Las familias poseen similares intereses intelectuales? ¿Está fortalecida e inexpugnable la familia chilena? Podemos formular muchas preguntas y creo que todos podríamos deducir las eventuales y acertadas respuestas en estas materias.

Cuando hablamos de la “cuna de oro“ no estamos aludiendo sólo al factor económico ni es lo más gravitante. Esto es lo más grave. La igualdad de oportunidades en educación no se genera simple y automáticamente con el aumento de los recursos invertidos en ella. Si fuera así, algunos países con recursos económicos importantes, ya habrían resuelto este problema. Se conjugan factores de los más diversos, lo que convierte al problema en uno de los más complejos para nosotros y  podemos estimar que la solución completa no está por desgracia al alcance nuestro.

Nos parece lógico coincidir en ciertos requisitos que habitualmente se dan en aquellos que han logrado obtener una educación formal de un nivel razonable. El nacimiento en una familia estable, en la cual padre y madre han cumplido con sus normales roles naturales; la existencia en ella de una cierta estabilidad económica que les permita invertir en recursos educativos como libros, videos, computadores, clases especiales, viajar conociendo las más importantes creaciones humanas, etc; el ser hijo de profesionales o con estudios superiores que estimulan, exigen y observan una mayor preocupación por las actividades académicas de sus hijos; el nacer en una zona geográfica proclive y alentadora en actividades culturales; la existencia de amistades que poseen las mismas inclinaciones hacia el estudio o el logro de aprendizajes relevantes; la presencia de instituciones educacionales de buen nivel  a la altura de una demanda académicamente más exigente, etc.

Nuestro país mayoritariamente estima que la no llegada de un hijo a la universidad es signo evidente de fracaso y aunque no se diga expresamente, estaríamos ante un niño con reducidos talentos. Esto es absurdo, pero las realidades pesan más que nuestro descubrimiento de una evidente tontera. Realizando una caricatura de esto, imagínense que todos pudieran acceder a los reducidos oficios universitarios, que cantidad de problemas y ausencias de servicios y labores claves no realizaríamos.

¿A qué deberíamos razonablemente aspirar como país? Podríamos decir a que todos tuviéramos una “cuna de oro“ que nos permitiera alcanzar los roles y fines para lo que estamos acá en este mundo. Que pudiéramos tener la posibilidad de poder descubrir nuestra verdadera y futura vocación laboral, de tal modo que podamos disminuir los resabios de sociedad estamental que claramente tenemos, dado que es evidente que la cuna está actualmente determinando en exceso el futuro de muchos chilenos. No es aceptable que como sociedad se permita que algunos talentos se pierdan debido a nuestra desorientación y egoísmo como país.

Todo lo anterior no tiene posibilidad alguna de mejorar si cada una de las partes de la sociedad no pone lo suyo. Las autoridades tienen obligaciones muy importantes en estas materias; pero por mucho que pudieran hacer, si cada uno de nosotros no logra percibir la importancia de todo esto, tendremos que continuar viviendo como estamos. Pero si decidimos no hacer nada y dedicarnos exclusivamente a lo lúdico, a dormir, a solucionar los problemas en bares, restaurantes o internet, a vivir criticando a la sociedad de nuestras desgracias personales, seamos consecuentes y no nos lamentemos de nuestras cuitas y escasas oportunidades. El que no trabaja ni está dispuesto a pagar el precio que exige cualquier mejoramiento real, es poco lo que debería exigir. Y obviamente que sería mucho más consecuente en su actuar al no frustrarse de lo que nunca podrá lograr si consideramos su comportamiento habitual.

El que no ha nacido en cuna de oro, sabemos que debe trabajar mucho más para hacer posible que sus descendientes tengan alguna posibilidad de romper el destino manifiesto de su familia en el curso de su historia. Un buen ejemplo de que es posible cambiar el destino lo han mostrado múltiples inmigrantes o emigrantes que deben salir de sus países y entrar a otros para violar en forma favorable el destino que aparentemente ya estaba escrito. En fin, cada uno de nosotros debe construir con esfuerzo y tenacidad su propia “ cuna de oro”, para si mismo y su familia. Por último, también le cabe una responsabilidad ineludible a los gobiernos de distinto signo que son elegidos para algo complejo y obligatorio: velar por el bien común y esto consiste en ayudar a los pobres para que suban y a la clase media para que no baje.

Fotografía de ©Maira Troncoso

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Alguien comentó sobre “Las ventajas de la cuna de oro

  1. Siempre habrá una educación de mejor calidad para quien pueda pagarla. La razón es muy simple, si lograrass nivelar la calidad hoy, e.g. al nivel de Grange, siempre será posible hacer algo mejor con mayores recursos. Tendrías que prohibir mejorar la calidad “unica” definida por el estado, lo que sería un atentado grave a la libertad de cada uno.

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