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La historia del pensamiento humano es un tejido entramado por diferentes personajes. Cuando se recorre esa galería de talentos en busca de una guía de superación social, encontramos algunos que pueden desviar nuestro camino, y aunque merezcan nuestro desprecio, debemos  estudiarlos por el arraigo de la cizaña que sembraron. Es el caso de Oswald Spengler, cuyo pensamiento expone en su obra, “La decadencia de Occidente”. José Ortega y Gasset comenta de este personaje, en un prólogo a su obra: “casi todos los temas fundamentales de Spengler le son ajenos, si bien es preciso reconocer que ha adquirido sobre ellos el derecho de cuño. Spengler es un poderoso acuñador de ideal, y quienquiera penetre en las tupidas páginas de este libro se sentirá sacudido una y otra vez por el eléctrico dramatismo de que las ideas se cargan cuando son fuertemente pensadas”. Es indudable que estamos ante un libro bien escrito, pero otra cosa es ir más allá. Cuando en 1918 se publicó la edición original, Spengler tuvo una exitosa acogida en Alemania, pero el éxito fue pasajero; sin embargo, los libros duran más que sus detractores, y muchas de sus ideas, aún hoy, tienen vigencia y aceptación en culturas menos experimentadas que las alemanas.

Dicen que no hay mejor crítico que el Tribunal de la Historia, puede ser,  pero sus juicios generalmente son lentos. Hay en cambio un crítico cuyas ideas a veces son oscuras pero, siempre confiables; se trata de otro talento de su época, Theodor Adorno, quien publicó un  ensayo sobre esta obra titulado “Spengler tras el ocaso”, el cual fue publicado en su libro Prismas, y del cual tomo algunos de sus conceptos para este artículo.

La fuerza de las ideas de Spengler proviene en parte de su acertada visión del futuro con su predicción de la situación a que llegaron Alemania y otros países, llevados por ideas de dominio, de propaganda, de arte de manipular a las masas, de formas de dominio político que convierten democracias en dictaduras. Además de la aplicación radical de su filosofía de la historia al período que Spengler llamó “cesarismo”, por comparación a otro período del imperio romano, considera con inteligencia aguda las consecuencias culturales de la centralización del poder, aunque deja de plantear trascendentales cuestiones económicas. Sus observaciones sobre la democracia, prediciendo que ella conduciría a la dictadura, describen convincentemente males que acarrea y que se han convertido en realidades para muchos países en varias épocas históricas; aunque la democracia no es la protagonista de ello, sino los partidos políticos y los gobernantes que la han deshonrado.

Con relación a las grandes urbes, dice Spengler que sus casas son meras habitaciones creadas por la utilidad y no por la sangre, por el espíritu de empresa económico y no por el sentimiento. Que cuando se pierde la última relación con el campo, y los inquilinos y huéspedes en masa no tienen ni derecho a cocina, empieza para ellos una  vida errante, de techo en techo, por el océano de casas, como los cazadores y pastores prehistóricos, quedando confirmado el nómada intelectual. “La gran ciudad es un mundo, es el mundo. Sólo como totalidad tiene el sentido de residencia humana. Sus casas son meros átomos que la componen”. La idea del habitante de la ciudad como un nuevo nómada no expresa sólo temor y extrañeza, sino también la carencia histórica, por la cual los hombres no se encuentran sino como objetos de incomprensibles procesos, sin ser ya capaces de una continua experiencia del tiempo, sometidos como están al violento choque de aquellos procesos y al inmediato olvido de los mismos.  Spengler no sabe decir, opina Adorno, sobre las condiciones y circunstancias de la producción que han dado lugar a esa situación; pero las víctimas de esta situación son quienes se ganan el desprecio de Spengler, no quienes han originado la situación, la cual analiza más en detalle para caracterizarla como resultado de la expropiación de la conciencia de los hombres por los medios centralizados de comunicación pública. Spengler ve también en ello el signo del poder del dinero. Para él, según Adorno, el espíritu no puede existir en el sentido de autonomía sin trabas, más que en conexión con la unidad abstracta del dinero.

Dice Spengler: “La democracia ha sustituido totalmente el libro por el periódico en la vida espiritual de las masas populares. El mundo de los libros, con su riqueza de puntos de vista, riqueza que obligaba al pensamiento a elegir y a criticar, ya no es propiedad real más que de reducidos círculos. El pueblo lee un periódico, su periódico, que penetra diariamente en millones de ejemplares en todas las casas, ata de buena mañana todos los espíritus a su poder, hace olvidar los libros que aún aparecen en el horizonte del individuo y obstaculiza en todo caso la acción de esos libros mediante una crítica que ha hecho ya sus efectos antes de empezar la lectura de los mismos.” Otra vez aquí el sujeto de esta degradación no es la democracia, pero es una realidad que ocurrió y sigue ocurriendo en la actualidad, contando hoy además del periódico con la televisión y los otros medios de comunicación. “Todo el que sabe leer queda bajo la influencia de estos medios, y en vez de la independencia subjetiva, lograda en la época de la Ilustración, en la democracia tardía, significa una radical determinación de los pueblos por los poderes a los que obedece la palabra impresa”.  Un demócrata de vieja cepa, continúa diciendo Spengler, “no pediría hoy libertad de prensa, sino libertad respecto de la prensa, pero los dirigentes son gente “que ha llegado” y que tiene que asegurar su posición frente a las masas. No hay domador que domine mejor a sus fieras. Basta con soltar el pueblo convertido en masa lectora, y se lanzará rompiendo ventanas. Después bastará una señal con el bastón de mando de la prensa y el pueblo lector se calmará y volverá a su casa”. Esta realidad también se repite en la actualidad, aunque hoy, la gran fuerza que han conseguido las redes sociales puede servir de escudo, mientras se mantenga la libertad de su utilización. Para Spengler, “el lector no sabe una palabra de lo que se pretende de él, y no tiene que saberlo, ni tampoco el papel que desempeña en el asunto. Es inimaginable tan terrible sátira de la libertad de pensamiento. En otro tiempo uno no podía atreverse a pensar libremente; hoy puede atreverse a hacerlo, pero resulta imposible. Cada cual pensará lo que le hagan pensar, y lo sentirá como su libertad”.

Spengler relaciona el sistema de partidos con el liberalismo burgués. “La aparición de un partido aristocrático en un parlamento es en el fondo tan inauténtica como la de un partido proletario. Sólo la burguesía tiene propiamente su hogar en el parlamento.” En cuanto a las elecciones, dice Spengler que ese principio que se expone con toda ingenuidad en las constituciones, no es de realización posible sino en su primer momento, ya que se supone que en un principio no existían siquiera disposiciones para la organización de grupos determinados. Cualquier orientación en el pueblo se convierte en instrumento de la organización, y el proceso se repite sin cesar convirtiendo la organización en instrumento de los dirigentes. “La voluntad de poder es más fuerte que todas las teorías. En el comienzo surge la dirección y surge el aparato al servicio del programa; luego sus dirigentes los defienden por el deseo de poder y de botín que mantienen los miles de personas que viven de los negocios y de los cargos otorgados por el partido; finalmente, el programa se olvida totalmente y la organización trabaja por sí y para sí misma.” Spengler decía que la constitución alemana, con una pequeña modificación introducida por el partido dominante, conduciría a la dictadura, lo cual ocurrió así realmente.

Adorno compara a Spengler con Maquiavelo, resultando para ambos que “conocimiento del hombre” significa “deprecio del hombre”, con la característica de que el hombre es así y no hay nada qué hacer. El interés rector de las consideraciones es el interés de dominio. Todas las teorías se trazan teniendo en cuenta el dominio. Toda la simpatía va a los dominantes. Adorno cita a James Shotwell, quien en sus Essays in Intellectual Histrory, dice: “El interés de Spengler se orienta hacia el grande y trágico drama que describe, y no desperdicia mucha ociosa simpatía por las víctimas de la noche que se acerca de nuevo”. Para Adorno, nada hay en Spengler que penetre por completo en el conocimiento de lo particular. Todo lo individual y remoto es para él cifra de lo grande, de la “cultura”, porque el mundo está pensado tan sin lagunas que no tiene espacio para nada que no sea idéntico con el todo y que cause la menor tensión con él. Adorno encuentra en esto un elemento de verdad, en la medida en que la sociedad organizada por el dominio se acerca constantemente a totalidades que no dejan al individuo libertad alguna: la totalidad es por tanto su forma lógica.

Spengler denigra de la verdad para glorificar lo que es, lo que tiene que ser meramente registrado y aceptado. “En la realidad histórica no hay ideales; no hay más que hechos. No hay razones, no hay justicia, no hay equilibrio, no hay objetivo final; no hay más que hechos. Y el que no lo entienda, que escriba libros sobre política, pero que no haga política.” Dice Adorno que a Spengler no se le ocurre la idea de que lo que existe, lo que tiene poder y se impone pueda carecer de razón, idea que él se prohíbe a sí mismo y prohíbe a los demás. Razón y sinrazón de la historia son para Spengler lo mismo, puro dominio, y el hecho es aquello en que se manifiesta el dominio.

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