Compartir

Escucho a Carlos Varela, acá en Chile se le conoce poco. Acaso porque canta la verdad/desazón de la utopía coja, sostenida por tantos hombres bastones y mujeres muletas. Acaso porque habla en aquel  espacio tensionado y frágil que separa y conecta el sabor amargo de los errores propios y las injusticias de los poderosos. No tararea, parafraseando a Dalton, solamente  aquellas injusticias que se suponen históricas, de esas del tamaño del sol, merecedoras de sierras maestras o asaltos al cielo, sino de aquellas que golpean fuertemente en nuestra vida de todos los días, merecedoras de otras sierras no tan maestras y más alumnas y de asaltos más bien terrenos y cotidianos.

Tristes palabras destinadas a sobrevivir en las catacumbas heladas,  pues a pocos seguidores ordenados en la fila gris del uniforme demasiado planchado, les gusta escuchar como las supuestas columnas dóricas del sueño hace mucho tiempo que comenzaron a carcomerse en la base y en las alturas,  “desde aquel día en que lo dividieron todo, las ilusiones, las fotos y la cama”.

Bueno, los poetas, juglares  y  recitadores son un dolor al costado del poder y de los convencidos, punzante como una lanza rompiendo carne, nervadura, músculos y  costillas, hasta llegar a ese pulmón esponja que quedará sin aire, y así será por siempre. La marca flecha de la palabra que no es sino la alarma gota persistente y  reiterada  sobre la frente del racionalista.

Así este Gnomo, pequeño pero gigante, atraviesa sideral y  humildemente desde su aldea, evaporando las diferencias ideológicas y las fronteras materiales,  como el calor a las nubes de un verano en el desierto, pues “detrás de todos estos años, detrás del miedo y el dolor vivimos añorando algo, algo que nunca más volvió, detrás de los que no se fueron, detrás de los que ya no están, hay una foto de familia, donde lloramos al final…”

Y toca con sus labios al pueblo de cualquier lugar y tiempo, al pueblo que ruega, a ese que somos todos y todas. Toca con sus labios a los que lloramos lágrimas negras y no de oro, a los viejos y viejas “que acostumbran a callar” o a los muchachos desilusionados “que en silencio se largan como los peces”. Roza entonces con su lengua a los condenados de la tierra que también recitan, junto a los poetas y  juglares que provienen de esa misma tierra, el viejo poema milenario, aquel que nos golpea también como gota persistente y  reiterada  sobre la frente soñadora: “vivimos añorando algo,… que no sirvió de nada, de nada, o casi nada,  que no es lo mismo pero es igual”.

Compartir

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *