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Racionalidad, emoción, verdades, mentiras, sarcasmo, dolor.    De todo hemos visto en estos días con la discusión del proyecto de ley que despenaliza el aborto en tres causales.

La fragilidad de cualquier sistema político que no representa debidamente la opinión de la gente se ha visto agravada por errores serios en el manejo del lenguaje.   La legitimidad de las quejas ciudadanas, a su vez, queda cuestionada con la virulencia de la condena a quienes piensan distinto.

Es evidente que hay temas que deberían ser resueltos por la sociedad en conjunto, pero a la hora de hacer un recuento de los que están por el blanco y el negro -porque los asuntos importantes parecen admitir solamente respuestas de sí y no- es necesario ponerse de acuerdo en la forma en que se lleva la cuenta.   No se pueden citar las encuestas si se las pone en duda por otros temas, ni tampoco pretender reemplazar a los parlamentarios si se les confirió el mandato para que nos representaran.

Tampoco es lógico centrar la crítica en un solo asunto por relevante que sea, si la gente no se va a hacer cargo del conjunto de temas que le interesan a la sociedad.

De todos modos, la proximidad del debate con las elecciones parlamentarias de noviembre debería ser más útil que en otras ocasiones para que la gente ejerza su derecho a votar con mayor consciencia acerca de la calidad de la representatividad que poseen los candidatos.

Si vuelven a ser elegidos los que votaron en contra de los deseos de sus electores, serán estos los que tendrán que responder por las consecuencias de sus actos porque el sistema político se hace entre todos.   Cuando uno de los actores de la democracia no cumple con sus responsabilidades, es el sistema completo el que se ve debilitado y es una mala idea empezar a culpar a otros de lo que no hace uno mismo.

A la democracia hay que cuidarla porque es muy difícil recuperarla cuando se pierde y lamentablemente la tentación de lanzar la piedra y esconder la mano es más fuerte que la responsabilidad.  Lo mismo ocurre con quien supone que puede hacer lo que quiera sin que se le pida el día de mañana que rinda cuentas con el uso que le ha dado al poder que se le ha dado.   Hay que saber equilibrar la racionalidad con la emoción, porque actuar solamente con uno de esos elementos lleva inevitablemente al error.

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