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En 2017 se cumplieron cincuenta años desde la publicación de El entusiasmo, el primer libro de Antonio Skármeta. Este volumen de cuentos interpretó la vitalidad de una generación chilena que quería cambiar el mundo. Esa juventud de los años sesenta y setenta, hippie y/o revolucionaria, quizás fue la última generación de estirpe romántica: melancólica y entusiasta. Los cuentos de El entusiasmo capturan el espíritu de esa época. Y además contienen una fe de bautismo del héroe skarmetiano.

En el relato El joven con el cuento un veinteañero escritor inédito se refugia en una playa solitaria del desierto de Atacama. Arde el sol, destellan el cielo y el mar. El muchacho se ha escondido en esa caleta despoblada para escribir, aunque no sabe muy bien qué. Pero apenas llegado ahí la embriaguez de su libertad lo captura. La fuerza del trópico desértico se acopla con la sensibilidad desbordante de su juventud. En vez de escribir, este autor aspirante se tiende desnudo en la arena hirviente, se asolea, siente que se “funde” sensualmente con el universo. En suma, el protagonista y narrador de ese cuento ¡se agarra una insolación de padre y señor mío!

Un poco delirante y muy fervoroso, metido en el mar hasta la cintura, el joven celebra un rito instintivo. “Cogí agua en la mano, la elevé sobre la cabeza y luego la solté dejándola caer sobre el pelo como si me estuviese bautizando a mí mismo, y cuando dije mi nombre, Antonio, noté que no me era extraño, que yo mismo obedecía si me llamaba así.”

En ese acto desértico y marítimo aquel personaje escritor –casi indistinguible de su autor– veló sus armas literarias y las templó en el fuego solar de un entusiasmo radiante. En esa escena quedó esbozada la filosofía que iba a caracterizar la obra posterior de Skármeta. La soledad creativa aumenta el hambre de comunión con la naturaleza y la humanidad. El escritor se identifica amorosamente con sus personajes para que el cuento de sus existencias no sea pura literatura sino vida sublimada por la palabra.

Skármeta ha sido fiel al ese programa estético juramentado hace medio siglo.

En su novela El baile de la Victoria (2003), dos adolescentes, Ángel y Victoria, defienden sus ilusiones contra un mundo que se empeña en desengañarlos. Ángel es un ladrón de poca monta; Victoria es una colegiala que para pagar su sueño de ser bailarina debe prostituirse ocasionalmente. Promediando el libro Ángel lleva a su enamorada al campo donde él creció. Rodeados por un paisaje idílico los enamorados caen en una angustia filosófica. Se preguntan por qué son en lugar de ser nada. Por cierto, no hallan una respuesta satisfactoria. Pronto Ángel se cansa de esas especulaciones. Prefiere constatar su gozosa comunión con la naturaleza. “Bajo sus espaldas sentía la humedad de la tierra a punto de convertirse en barro, la elemental suavidad de la yerba, el áspero roce de las piedrecillas…”. Pero el amor de Ángel por la muchacha ha transformado su lazo con la tierra: “Estoy contento de otra manera que cuando venía solo aquí. Yo siempre sentía que me bastaba estar a orillas del lago entre los otros pájaros, respirar y exhalar y eso era todo. Yo estaba completo. En cambio ahora estoy contento, pero me duele estar contento.”

En aquel otro relato, de hace medio siglo, el personaje Antonio estaba solo frente al mar. Vivía el cuento que quería escribir y con eso le bastaba. Pero en la noche, en medio de su febril insolación, dos personas entraron a su refugio. Él los tomó por ladrones y estuvo a punto de matarlos. En vez de eso, al día siguiente Antonio mata su melancolía disparando su pistola contra el cielo. Esa intromisión nocturna del mundo exterior en el escondite solitario del escritor aspirante decidió la trasmutación de su experiencia en literatura. Entonces, por fin, el joven pudo escribir ese mismo cuento que había vivido.

En la novela El baile de la Victoria Ángel recuerda su dichosa soledad de antes, frente al lago, y comprueba que ésta ya no le basta, que ahora le duele, porque está enamorado. El amor se ha entrometido como un ladrón en la soledad autosuficiente del joven que en adelante necesitará compartir su experiencia.

Aquel cuento inicial y esa novela madura giran orbitando en un mismo sistema vital y estético.

El escritor solitario entra en comunión con el universo y transforma ese encuentro en relato. Pero esta comunión duele –es melancólica– si no la compartimos, si no dejamos que otros participen de ella. La escritura es una propuesta amorosa feliz sólo cuando es correspondida por los lectores.

Desde hace cincuenta años Antonio Skármeta ha continuado, con rara coherencia, ese proyecto literario. Un proyecto de difícil sencillez y ambiciosa sinceridad, orientado por un ideal que justifica, mejor que otros, el quijotesco oficio de la literatura: escribimos para aliviar nuestra soledad y la del mundo.

 

Texto leído en el Homenaje de PEN Chile a Antonio Skármeta el jueves 9 de Agosto.

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