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No sé si será una constante en las grandes urbes, pero si hay algo que caracteriza al habitante de Santiago, es su profundo desprecio por la ciudad que lo cobija.

Debe ser por eso, que los grandes defensores de Santiago son personas que llegan de otras ciudades. Yo me cuento entre quienes defienden y aman profundamente esta metrópoli.

Santiago es una ciudad con una belleza especial, casi cruda y rudimentaria, pero intensa y vital. Le falta mucho para ser una gran ciudad como Buenos Aires. Es aún una ciudad grande, pero pueblerina, adolece de falta de cosmopolitismo. Aún resiente la llegada de los migrantes y no es capaz de reconocer que han sido ellos los que le están dando un nuevo sabor y parecer a sus barrios.

Otra de las características del santiaguino es que no conoce su propia ciudad.

Antes de vivir en Santiago, lleve a mis padres a visitar a la Virgen del Cerro San Cristóbal y grande fue mi sorpresa al confesarme el chofer del taxi que era la primera vez que entraba al Parque Metropolitano.

Por eso es necesario y fundamental que todos los habitantes de la capital de Chile hagan el ejercicio cotidiano y revolucionario de caminar Santiago.

Cada cierto tiempo haga  un recorrido desde Pedro de Valdivia con Providencia hasta el Santuario del Padre Hurtado, en el corazón de la comuna de Estación Central. Ese recorrido, en la mañana de un sábado, permite reconocer las virtudes y los horrores de  la urbe. Se puede gozar de las delicias del Parque Balmaceda, con sus bien cuidados jardines, y de los edificios que conforman  la Avenida Providencia, bien dispuestos mirando al Nor Oriente.

La Plaza Italia, eje articulador de la ciudad, es efectivamente una frontera, un punto de encuentro, pero también de fricción y roce entre las dos mitades que conforman Santiago.

Seguir avanzando hacia el poniente de Santiago permite apreciar el deterioro urbano, los  rayados en murallas, las veredas mal cuidadas, las calzadas casi inexistentes al llegar a la Unión Latinoamericana y la pobreza de los cités cerca de la Estación Central, ahora poblada por peruanos, ecuatorianos y colombianos.

Girar por Avenida General Velásquez es caminar por lo que queda de antiguas poblaciones obreras hacia otras donde se advierte la presencia del narcotráfico. Y llegar al santuario del Padre Hurtado y bajar hacia su tumba. Es realmente siempre conmovedor tocar esa piedra dentro de la cual están los huesos de un hombre santo que vivió intensamente los dolores de  nuestra capital.

Hay muchos otros recorridos posibles. Barrios enteros que caminar una tarde de domingo, como Ñuñoa por Eduardo Castillo Velasco hacia la cordillera, o Loreley en La Reina. O adentrarse en el Barrio Yungay o el Barrio Brasil.

Caminar Santiago permite conocer el trabajo de arquitectos que han hecho ciudad, como la Población León XIII en el Barrio Bellavista, o las casas con Gárgolas en calle Cienfuegos que fue sede de Colo Colo o las imponentes estructuras que  le dan ese aspecto tan cívico al Paseo Bulnes o a la Plaza de la Constitución. Caminar también permite ver los crímenes urbanísticos que han cometido empresas como Paz Froimovich que han destruido hermosas casas y en su lugar han levantado edificios gigantescos, monstruosos, erigidos en el borde de la línea de construcción, con una miseria tal que no han sido capaces de regalarle ni siquiera  dos metros para hacer un jardín.

Caminar Santiago permite descubrir  que hemos construido una ciudad que es enemiga de  las personas con capacidad disminuida, una calzada llena de trampas para  ciegos, discapacitados, ancianos y niños. También descubrir que los urbanistas y autoridades piensan más en el automóvil que en la persona, con calles sin veredas.

Caminar Santiago es una invitación a reconocernos como habitantes de un espacio común, de un  lugar que nos pertenece a los ciudadanos.

Caminar también permite saber lo que piensa la gente de a pie. Detenerse a leer lo que dicen los letreros y afiches. Detenerse a escuchar lo que interpretan los músicos en los paseos o en las escaleras del Metro.

Por eso resulta tan paradójico que para defendernos de la inseguridad y de la delincuencia cerremos las calles, cuando la solución es abrir las calles para que los ciudadanos las recorran.

Uno de los aspectos más sobresalientes de las movilizaciones sociales  iniciadas el año pasado fue que la ciudadanía se tomó las calles y las usó para transitar por ellos, para hacer visibles sus demandas.

Los creyentes afirmamos que  somos caminantes en esta vida, por esa hacemos procesiones que quieren ser un signo de ese caminar infinito hacia la ciudad eterna.

Ese  rasgo de caminantes nos hace mejores personas, nos torna en iguales, nos devuelve la humildad. Caminar contribuye a que nos miremos de frente y seamos tolerantes, además de respetuosos con el prójimo. Caminando también podemos ser solidarios, ayudando al que necesita cruzar la calle, al que precisa orientación. Caminar nos vuelve a nuestra condición de personas.

 

 

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Alguien comentó sobre “Caminar Santiago

  1. Muy linda tu nota! Ayer hablaba con una amiga de la necesidad de reparar los daños de la sociedad del aceleramiento y la codicia. Y siento que tú invitas a eso, a reencontrarnos con los demás en un espacio que nos pertenece y que podemos habitar de una manera digna y llena de gracia. A propósito, Manuel Rojas también nos habla de eso en A pie por Chile, en sus recorridos de Santiago.

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